La casa de los castillos



La casa de los castillos

Capítulo I: La Visita.

Tuvimos el honor de visitar a la familia de Rodríguez Otero el pasado mes, para recibir en concepto de donación dos lámparas artesanales de estilo antiguo con decoración neo-medieval, tal y como definió el propio Mariano Eloy Rodríguez Otero. Para quienes no lo conocen, es el docente titular de Historia Contemporánea en la Universidad de Buenos Aires, y de Historia de España en la U.B.A. y en los Institutos Superiores Joaquín V. González y Alicia Moreau de Justo. Hasta el año pasado era director del Departamento de Historia en la U.B.A.




Debo decir que en lo personal fue una noticia que me dejó paralizado. En primer lugar porque no es algo común, bien por el valor económico, quienes eran sus dueños, por el hecho de donarla desinteresadamente, pero por sobre todo, por el valor emotivo que tienen estas lámparas. Por ello, son un obsequio invaluable y una situación fuera de todo parámetro para Peregrinus Albus. Cualquier palabra de agradecimiento es insuficiente, así que simplemente voy a contar lo que siento.

En realidad, las lámparas no fueron el único obsequio. O mejor dicho, no fueron el mayor obsequio. Habernos invitado a su casa y recibirnos con tal calidez y humildad me dejó por segunda vez sin palabras. Debo confesar que para un ignoto del mundo binario como lo soy yo, fue difícil asimilar cuando me contaron quién era Mariano Rodríguez Otero el ir a visitarlo. Llegué a su puerta con vergüenza y con todo tambaleándose a mi alrededor.

Es común ver en los eventos a personas que se acercan a nuestro stand a desfilar su currículum y querer dar cátedra de lo que saben, pero ellos estuvieron muy lejos de esto. Al contrario, nos abrieron las puertas de su casa con la mayor humildad y nos hicieron parte de su mundo sin ninguna clase de menosprecio. Esto habla de su grandeza humana y su don de gente. Nos ilustraron con la historia de su padre, narrando acerca de un tiempo sobre el que probablemente no inquirimos a nuestros propios padres o abuelos. Lo dimos como un hecho. Y de pronto, sus palabras nos llenaron de recuerdos propios sobre el pasado.

Para las personas del mundo académico es complejo entender qué es Peregrinus Albus. Por qué nos interesa la época medieval, qué hacemos, con qué fin. Son la clase de preguntas que vienen antes del “¡hola!”. Entonces, nuestra actividad se convierte en algo abstracto que no pueden categorizar. A veces se enfadan, a veces simplemente nos ignoran. No encuentran los límites entre lo académico y lo mundano. Y es que así debería ser en realidad... nuestro grupo pretende ser un puente que le permita a cualquier entusiasta acceder a un conocimiento más exacto que el que se ve en la televisión o se lee en las novelas. Mariano Rodríguez Otero pudo entendernos, y hacernos este obsequio invaluable sabiendo que vamos a darle el lugar que se merece. Que en Peregrinus Albus va a estar vivo el recuerdo y que tal como él lo recibió de su padre, va a pasar de generación en generación de peregrinos.


Capítulo II: La Historia de las Lámparas.

La familia Rodríguez Otero nos cuenta que estas lámparas fueron fabricadas por su padre, allá por los años ‘50. Gonzalo Rodríguez había llegado a la Argentina escapando de la guerra, en aquellos años en que todo escaseaba. Se asentó en la zona fabril de Avellaneda y estuvo en contacto con toda clase de extranjeros que también se trasladaron allí en busca de oportunidades. La integración cultural con ellos y los diferentes oficios con los cuales se ganó la vida le otorgaron innumerables habilidades y conocimientos. Pero más aún, la necesidad de ser austero.

Nos explica que el metal, por ejemplo, era una materia prima escasa, costosa y demandada, con lo cual su padre se las ingeniaba para el "hágalo usted mismo", tal y como muchas veces nos cuentan nuestros abuelos o vemos como slogan de alguna publicidad. Dice que no estudió para desenvolverse en todas estas actividades, sino que simplemente aprendió de los demás, de verlos trabajar y de relacionarse con ellos. De la prueba y el error, siguiendo la escuela de la experiencia.

Estas dos lámparas son fruto de su trabajo artesanal y muestran un grado de habilidad sorprendente para nuestros días. Al verlas, sería común oír que la gente dijera: "¿dónde las compraron?", o bien: "esas antigüedades te debieron costar una fortuna". Pero claro, para aquella época, no era una opción ir al supermercado a comprar una lámpara de cientos de pesos. Sin embargo, la necesidad no explica la prolijidad y calidad del trabajo.




En general, cuando hacemos algo por necesidad lo hacemos con bajos recursos y a contrarreloj. Pero este trabajo no es así. Los materiales están específicamente elegidos. Tiene impregnado en cada golpe de martillo y cada pasada de cincel la huella de Gonzalo Otero. Al verlas, se puede adivinar el eco de las herramientas golpeando suavemente una y otra vez para lograr el efecto de punteado sobre la lata, o removiendo suave y lentamente la madera. Es un trabajo delicado y meticuloso. Nos cuenta Mariano que la mayoría de los materiales fueron reciclados de objetos comunes de la vida diaria, pero aunque los materiales sean económicos, su confección está hecha para que perdure en el tiempo. Más aún: están hechas para que el espíritu de Gonzalo Rodríguez perdure en ellas.

Para el mundo moderno, cada vez más especializado y dependiente, es inconcebible que esto exista. En nuestros propios talleres, tuvimos que pasar un largo proceso de aprendizaje para poder fabricar nuestras espadas, el vestuario, nuestro mobiliario del stand, etc. No es una tarea fácil. Requiere conocer tantos pequeños "trucos" de los respectivos oficios, que sin la integración y coparticipación de nuestros miembros habría sido imposible recolectar el conocimiento para lograrlo. Cada miembro aportó algo que aprendió en su infancia, que le enseñaron sus abuelos, que vio a lo largo de su vida. Pero don Gonzalo lo hizo solo; y probablemente solo haya sido una cosa más de entre todo lo que logró hacer.




Lamentablemente el tiempo, la masificación y la importación destruyeron muchos de estos oficios; el conocimiento y la picardía del saber general sobrevivieron latentes, escapando a la tecnología de los últimos cincuenta años. Para nosotros es sumamente gratificante poder redescubrir estas cosas, reconectarnos con la historia y tocar con la yema de los dedos el recuerdo de nuestros antepasados.

Es verdad que estamos muy lejos de lo que debió vivir Gonzalo Rodríguez en aquellos días, en que los inmigrantes llegaron a la Argentina trayendo sus oficios y conocimientos, integrándose a la cultura y nutriéndola del saber popular. Pues en aquellos días la gente sabía hacer un poco de todo, o se tomaba el tiempo necesario para aprender a hacerlo.

Debo reconocer que la mayoría de nosotros no sabía usar una aguja, una escofina y mucho menos un formón. Pero lo hicimos. Aprendimos. Y en el proceso nos encontramos a nosotros mismos, nos vinculamos con nuestros abuelos. Nos redescubrimos como individuos. Hallamos habilidades que creíamos no teníamos, logramos cosas que pensamos nunca hubiésemos podido hacer.

En cierta forma, al ver ahora las lámparas en cada reunión del grupo, sentimos un nuevo vínculo hacia nuestras raíces. Pues nosotros también fabricamos nuestras cosas para que perduren, con esmero y dedicación, por lo que podemos comprender bien lo que debió sentir don Gonzalo en su taller al fabricar estas magníficas lámparas. Cada experiencia que transitamos ata nuevamente un lazo roto con el pasado. La familia Rodríguez Otero se suma a esta red de recuerdos y experiencias dejando su huella en el camino de estos peregrinos.


Capítulo III: La Historia de los Castillos.

Al visitarlos, fui acompañado de mi mujer e hijo. Conocimos al marido e hijos de Mara Rodríguez, hermana de Mariano Rodríguez Otero, en cuyo hogar estaban resguardadas estas lámparas. No hace falta decir que nos hicieron sentir como en casa. Compartieron sus juguetes con nuestro bebé, y poco a poco comenzaron a aparecer castillos.

Primero, la charla nos llevó a un impresionante libro 3D de un castillo, la clase de cosas que nos vuelve locos a padres entusiastas de la Edad Media. Puedo ver en los recientes papás que somos parte del grupo, me incluyo, cómo vamos comprándoles a nuestros hijos cosas relacionadas a lo que nos gusta. Así vemos castillos desplegables, conjuntos de ropa o vasos con caballeros y dragones, peloteros inflables de castillos, disfraces, armas de peluche. Es muy sorprendente ver cómo sin darnos cuenta morimos por transmitirles lo que nos apasiona. Entrar a una juguetería o una librería, se ha convertido para mí en toda una nueva búsqueda del tesoro medieval.




Sin embargo, lo más sorprendente es cómo el imaginario medieval está mucho más cerca nuestro de lo que pensamos. A tal grado emblemas de esta época se encuentran entre nosotros, que no es poco frecuente ver una espada, una armadura, un castillo, una princesa, un barco medieval o un soldado a caballo. Las cosas para niños están repletas de referencias a la Edad Media.

Cuando somos jóvenes, aparecen los emblemas y las representaciones. Vemos citas en los libros, tradiciones que se celebran en las actividades recreativas que tuvieron origen en la Edad Media, las imágenes de las iglesias, las películas y novelas, los juegos de computadora y rol, los escudos de las asociaciones deportivas y culturales, etc. Nuestro lazo con la Edad Media se vuelve menos iconográfico, pero mucho más simbólico.

Al entrar en contacto con el mundo académico, descubrimos que el mundo moderno está íntimamente ligado a conceptos, tecnologías y tratados de la Edad Media. Así carreras como Arquitectura, Arte, Historia, Letras, Ingeniería, Historia, Matemática, etc. rejuvenecen esos lazos con la época medieval.

Cuando nos cruzamos con estudiantes, artistas, historiadores, o alguna carrera afín a las Letras, lo primero que nos preguntan es por qué podríamos tener interés en una era tan "fea". Nosotros nos preguntamos por qué ellos habrían de estudiar algo que ven como "tan feo". Creo que, en el fondo, todos sabemos la respuesta: cuando un interés se convierte en profesión muchas veces se ofusca la mirada y ya no se vislumbra el vaso medio lleno. La familia Rodríguez Otero nos mostró un vaso mucho más lleno. Y fue entonces cuando empezaron a aparecer castillos por doquier.

Se presentó entonces un castillo, o mejor dicho un fuerte, hecho por don Gonzalo Rodríguez mismo para que su hijo jugara, y este pasó a los nietos. De todos los castillos que vimos, fue por lejos el más vívido. A simple vista era sencillo, pero rememoraba la composición de las empalizadas con una claridad deslumbrante.




Luego, un castillo construido en cartón por Mara y su pequeña hija, como actividad familiar. Simple y versátil, para llenarlo de historias.




A esta altura no podía dejar de pensar cómo el concepto de la fortificación vive en el imaginario de los niños. Recordé escenas de mi niñez construyendo castillos en la arena y fuertes con sábanas en el comedor de casa, pintando dibujos en el colegio, o libros y revistas en mi habitación, apilando bloques y derribándolos con pelotas. Mi niñez estuvo rodeada de castillos. O bien, los castillos de mi niñez estuvieron asediados por mi mente. La casa que visitábamos comenzaba a ser, en realidad, la Casa de los Castillos. Y ellos eran sus guardianes.

Nos invitaron a ir a la terraza, donde conocimos el cuarto castillo, uno con tobogán, puertas secretas y torres que escalar. La clase de juegos a la que yo personalmente, no dudaría en meterme. Pero el pudor del adulto –amén de mi tamaño- superó mis deseos de juego y me inhibí. Me conformé con montar a mi hijo sobre la torre más alta, con la secreta esperanza de que, al sostenerlo, las imágenes que él veía con sus ojos llegaran a mi mente.





Finalmente, antes de regresar a la sala, la terraza me pareció singular. Y no tardé en advertir que tenía el espíritu medieval. Su decoración, la escalera espiralada, las barandas y baldosas. ¡Estaba en su torre familiar sin haberme dado cuenta! Al final, sentí esa vivencia que unos minutos antes deseaba percibir a través de mi hijo.

Hoy escribo este artículo esperando despertar en nuestros seguidores esa creatividad y visión fantástica que en general olvidamos al dejar de ser niños. No entiendo por qué a la gente le cuesta tanto informalizarse, ser más niños, disfrutar más del mundo y, particularmente, de la Edad Media. Pero yo estoy orgulloso de no haber perdido esa capacidad de visión. De alguna manera, cuando creamos Peregrinus Albus ese espíritu encendió su llama. Nuestros peregrinos se sienten niños disfrutando de actividades de adultos. Creamos nuestro castillo, cuyas murallas no existen para evitar que la gente ingrese, sino para no permitir que la Edad Media se vaya de nuestro recuerdo. Porque nuestro castillo no es material, sino intelectual. Y cada miembro es un ladrillo más.


¡Semper Fidelis!

Sir Martin Farhill, Portavoz de Peregrinus Albus
Colaboradora: Marisa García, Consejera Diplomática

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