La seguridad en la Sala de Armas


Este texto lo escribió el miembro de nivel 3, clase de alumnos avanzados, Santiago Casini

Se dice que para aprender a nadar, no basta con leer sobre hidrodinámica o hacer brazadas en el aire: hay que tirarse a la pileta. Llevado a las artes marciales, podemos suponer que para aprender a pelear, hay que pelear. Sin embargo, ¿alguien en su sano juicio empezaría a practicar natación tirándose a un río caudaloso o a un mar agitado? ¿Quién se metería a una clase en la que todos los días se revolean armas de madera? Es obvio que por algún lado hay que empezar, y de ahí, ir mejorando, hasta estar cada vez más seguros: de nuestras capacidades de mantenernos salvo, y de mantener a salvo a los demás.

 

Desde mi primer día en la Círculo de Esgrima Medieval Europeo de Peregrinus Albus, hace tres años cuando me acerqué tímidamente a participar de la clase de prueba, empuñé una espada de madera. Me tiré a la pileta, aunque bien acompañado. No era la primera arte marcial con armas que practicaba, pero sí era la primera en la que era obligatorio usar guantes en todo momento. Me pareció a la vez raro, y a la vez un alivio: chocar armas siempre expone los dedos y produce astillas. Nuestra vestimenta, además, ya sea que tuviéramos o no la túnica de entrenamiento, debía cubrir brazos y piernas sin dejar piel expuesta (siempre que pudiéramos, ¡sigue siendo un desafío cuando hace calor!).

Pero la cosa no terminaba ahí. Sargentos e instructores me enseñaron a estar a una distancia mínima de seguridad, de un brazo y el arma extendida, respecto de mis compañeros a mis lados. Me enseñaron que, ante la menor duda de qué es lo que mi compañero está intentando hacer, debía tomar distancia, resguardarme.


Me sorprendió particularmente el requisito para pasar al primer nivel de entrenamiento, que se aplicaría de forma similar al pasar a niveles superiores. No era el número de técnicas que fuéramos capaces de ejecutar, de cuántas posturas adoptáramos o cuán correctamente, no era la velocidad ni la fuerza ni el aguante (todo eso lo practica cada cual según puede o quiere): sólo después de haber enumerado las medidas de seguridad se me otorgó la cinta acero y leonado de primer nivel. Conforme aprendiera y puliera mis habilidades, se esperaría más de mi capacidad de mantenerme a salvo y cuidar a mis compañeros. El poder conlleva responsabilidad.
Con el tiempo pasé a blandir armas pesadas, más de lo que haya visto en otras artes marciales, y aprendí cómo no exigir músculos y articulaciones en el proceso. Cada año se realiza una clase dedicada exclusivamente a cómo resguardarnos a la hora de caer al piso. A la hora de derribar a un compañero, aprendí a acompañarlo al suelo o dejarlo caer según su nivel. Fui subiendo la velocidad de entrenamiento, fui puliendo mi técnica para que cada movimiento resultara efectivo, sin desperdiciar energía. Cada día nos acercamos más a lo que un combate real sería. Adquirimos nuevo equipo de protección para aumentar la intensidad.


Creo que supe ese primer día, tal como lo sé hoy más de tres años después, que estaba donde quería estar. Demasiadas veces he visto compañeros de artes marciales lastimados innecesariamente, por no mantener distancias, por no tomar precauciones hacia sí mismos y hacia sus compañeros. Lo peor es que muchos seguían practicando sin haber sanado, convencidos de que, por alguna razón, seguir exigiéndolas y soportar el dolor era algo de lo que debían enorgullecerse. Obviamente, sólo empeoraron, y finalmente el cuerpo los obligó a hacer lo que debieron desde un comienzo: tomarse un descanso y sanar. En retrospectiva, sufrí menos lastimaduras innecesarias en tres años de chocar armas en cada clase que en artes marciales de contacto en las que “hay que aguantarse”.

Siempre mantuve en mente las medidas de seguridad de la sala y puse especial cuidado en transmitirlas. No es que no disfrute de un combate acelerado y feroz. No es que acate las reglas sin sopesarlas y sin cuestionarlas. Supe el primer día que estaba en el lugar correcto porque todo concordaba con un ideal que tuve desde mis inicios en las artes marciales, que luego comprobé era también la piedra angular en el ideal Peregrino: la esgrima es para todos.


Conocí de primera mano la manera en que las artes marciales ayudan a formar carácter, a enfrentar miedos e inseguridades, a cada día dar un paso más hacia ser la versión de nosotros mismos que anhelamos. La triste realidad es que las artes marciales asustan a muchas personas, retratadas como disciplinas exigentes y rigurosas que requieren de grandes proezas para ser practicadas. Mi sueño es que hombres, mujeres, jóvenes, ancianos, de todas las capacidades físicas, puedan fortalecerse día a día desde el humilde comienzo hasta donde cada cual elija. Los Peregrinos damos nuestros pasos en esa dirección.

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